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El Jarama


El sol arriba se embebía en las copas de los árboles, trasluciendo el follaje multiverde. Guiñaba de ultrametálicos destellos en las rendijas de las hojas y hería diagonalmente el ámbito del soto, en saetas de polvo encendido, que tocaban el suelo y entrelucían en la sombra, como escamas de luz. Moteaba de redondos lunares, monedas de oro, las espaldas de Alicia y de Mely, la camisa de Miguel, y andaba rebrillando por el centro del corro en los vidrios, los cubiertos de alpaca, el aluminio de las tarteras, la cacerola roja, la jarra de sangría, todo allí encima de blancas, cuadrazules servilletas, extendidas sobre el polvo.

—¡El Santos, cómo le da! ¡Vaya un saque que tiene el sujeto! Qué forma de meter.

—Hay que hacer por la vida, chico. Pues tú tampoco te portas malamente.

—Ni la mitad que tú. Tú es que no paras, te empleas a fondo.

—Se disfruta de verlo comer —dijo Carmen.

—¿Ah, sí? Mira ésta, ¿te has dado cuenta el detalle? Y que disfruta viéndolo comer. Eso se llama una novia, ¿ves tú?

—Ya lo creo. Luego éste igual no la sabe apreciar. Eso seguro.

—Pues no se encuentra todos los días una muchacha así. Desde luego es un choyo. Tiene más suerte de la que se merece.

—Pues se merece eso y mucho más, ya está —protestó Carmen—. Tampoco me lo hagáis ahora de menos, por ensalzarme a mí. Pobrecito mío.

—¡Huyuyuy!, ¡cómo está la cosa! —se reía Sebastián—. ¿No te lo digo?

Todos miraban riendo hacia Santos y Carmen. Dijo Santos:

—¡Bueno, hombre!, ¿qué os pasa ahora? ¿Me la vais a quitar? —Echaba el brazo por los hombros de Carmen y la apretaba contra su costado, afectando codicia, mientras con la otra mano cogía un tenedor y amenazaba, sonriendo:

—¡El que se arrime…!

—Sí, sí, mucho teatro ahora —dijo Sebas—; luego la das cada plantón, que le desgasta los vivos a las esquinas, la pobre muchacha, esperando.

—¡Si será infundios! Eso es incierto.

—Pues que lo diga ella misma, a ver si no.

—¡Te tiro…! —amagaba Santos levantando en la mano una lata de sardinas.

—¡Menos!

—Chss, chss, a ver eso un segundo… —cortó Miguel—. Esa latita.

—¿Ésta?

—Sí, ésa; ¡verás tú…!

—Ahí te va.

Santos lanzó la lata y Miguel la blocó en el aire:

—¡Pero no me mates! —exclamó—. Lo que me suponía. ¡Sardinas! ¡Tiene sardinas el tío y se calla como un zorro! ¡No te creas que no tiene delito! —miraba cabeceando hacia los lados.

—¡Sardinas tiene! —dijo Fernando—. ¡Qué tío ladrón! ¿Para qué las guardabas? ¿Para postre?

—Hombre, yo qué sabía. Yo las dejaba con vistas a la merienda.

—¡Amos, calla! Que traías una lata de sardinas y te has hecho el loco. Con lo bárbaras que están de aperitivo. Y además en aceite, que vienen. ¡Eso tiene penalty, chico, callarse en un caso así! ¡Penalty!

—Pues yo no las perdono —dijo Fernando—. Nunca es tarde para meterle el abrelatas. Échame esa navaja, Sebas. Tiene abrelatas, ¿no?

—¿La navaja de Sebas? ¡Qué preguntas! Ése trae más instrumental que el maletín de un cirujano.

—Verás qué pronto abrimos esto —dijo Fernando cogiendo la navaja.

—A mí no me manches, ¿eh? —le advertía Mely—. Ojito con salpicarme de aceite.

Se retiraba. Miguel miraba a Fernando que hacía torpes esfuerzos por clavar el abrelatas.

—Dame a mí. Yo lo hago, verás.

—No, déjame —se escudaba con el hombro—. Es que será lo que sea, pero no vale dos gordas el navajómetro éste.

—Vete ya por ahí —protestó Sebastián—. Los inútiles siempre le echáis la culpa a la herramienta.

—Pues a hacerlo vosotros, entonces.

Miguel se lo quitaba de las manos:

—Trae, hijo, trae.

Pasaba un hombre muy negro bajo el sol, con un cilindro de corcho a la espalda. «¡Mantecao helao!», pregonaba. Tenía una voz de caña seca, muy penetrante. «¡Mantecao helao!» Su cara oscura se destacaba bajo el gorrito blanco. Las sardinas salían a pedazos. Sebas untó con una el pan y la extendía con la navaja, como si fuera mantequilla. Limpió la hoja en sus labios.

—¡Cochino! —le reñía Paulina.

—Aquí no se pierde nada.

—Oye; luego tomamos mantecado —dijo Carmen.

El heladero se había detenido en una sombra y despachaba a una chica en bañador. Otros chavales de los grupos convergían hacia él.

—Hay que decirle que se pase por aquí dentro de cinco minutos.

—¡Para ti va a volver!

—Ah, pues se encarga ahora —dijo Carmen—. Sin helado no me quedo. ¿Quién quiere?

Fernando se había acercado a Tito, con la lata de sardinas:

—¿Quieres una sardina, Alberto?

Levantó Tito la cara y lo miró; Fernando le sonreía.

—Pues sí.

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