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Antonio Machado, Campos de Castilla




A un olmo seco 


Al olmo viejo, hendido por el rayo

y en su mitad podrido,

con las lluvias de abril y el sol de mayo,

algunas hojas verdes le han salido.


¡El olmo centenario en la colina

que lame el Duero! Un musgo amarillento

la mancha la corteza blanquecina

al tronco carcomido y polvoriento.


No será, cual los álamos cantores

que guardan el camino y la ribera,

habitado de pardos ruiseñores.


Ejército de hormigas en hilera

va trepando por él, y en sus entrañas

urden sus telas grises las arañas.


Antes que te derribe, olmo del Duero,

con su hacha el leñador, y el carpintero

te convierta en melena de campana,

lanza de carro o yugo de carreta;

antes que rojo en el hogar, mañana,

ardas de alguna mísera caseta,

al borde de un camino;

antes que te descuaje un torbellino

y tronche el soplo de las sierras blancas;

antes que el río hasta la mar te empuje

por valles y barrancas,

olmo, quiero anotar en mi cartera

la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.


Por tierras de España 


El hombre de estos campos que incendia los pinares

y su despojo aguarda como botín de guerra,

antaño hubo raído los negros enc inares,

talado los robustos robledos de la sierra.


Hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares;

la tempestad llevarse los limos de la tierra

por los sagrados ríos hacia los anchos mares;

y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.


Es hijo de una estirpe de rudos caminantes,

pastores que conducen sus hordas de merinos

a Extremadura fértil, rebaños trashumantes

que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.


Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,

hundidos, recelosos, movibles; y trazadas

cual arco de ballesta, en el semblante enjuto

de pómulos salientes, las cejas muy pobladas.


Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,

capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,

que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,

esclava de los siete pecados capitales.


Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza,

guarda su presa y llora la que el vecino alcanza;

ni para su infortunio ni goza su riqueza;

le hieren y acongojan fortuna y malandanza.


El numen de estos campos es sanguinario y fiero;

al declinar la tarde, sobre el remoto alcor,

veréis agigantarse la forma de un arquero,

la forma de un inmenso centauro flechador.


Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta

-no fue por estos campos el bíblico jardín-;

son tierras para el águila, un trozo de planeta

por donde cruza errante la sombra de Caín.



Campos de Soria


VII


¡Colinas plateadas,

grises alcores, cárdenas roquedas

por donde traza el Duero

su curva de ballesta

en torno a Soria, obscuros encinares,

ariscos pedregales, calvas sierras,

caminos blancos y álamos del río,

tardes de Soria, mística y guerrera,

hoy siento por vosotros, en el fondo

del corazón, tristeza,

tristeza que es amor! ¡Campos de Soria

donde parece que las rocas sueñan,

conmigo vais! ¡Colinas plateadas,

grises alcores, cárdenas roquedas!…



Mis poetas


El primero es Gonzalo de Berceo llamado,

Gonzalo de Berceo, poeta y peregrino,

que yendo en romería acaeció en un prado,

y a quien los sabios pintan copiando un pergamino.

Trovó a Santo Domingo, trovó a Santa María,

y a San Millán, y a San Lorenzo y Santa Oria

y dijo: Mi dictado non es de juglaría;

escrito lo tenemos; es verdadera historia.

Su verso es dulce y grave: monótonas hileras

de chopos invernales en donde nada brilla;

renglones como surcos en pardas sementeras,

y lejos, las montañas azules de Castilla.

El nos cuenta el repaire del romero cansado;

leyendo en santorales y libros de oración,

copiando historias viejas, nos dice su dictado,

mientras le sale afuera la luz del corazón.



A orillas del Duero


Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.

Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,

buscando los recodos de sombra, lentamente.

A trechos me paraba para enjugar mi frente

y dar algún respiro al pecho jadeante;

o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante

y hacia la mano diestra vencido y apoyado

en un bastón, a guisa de pastoril cayado,

trepaba por los cerros que habitan las rapaces

aves de altura, hollando las hierbas montaraces

de fuerte olor ?romero, tomillo, salvia, espliego?.

Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.

Un buitre de anchas alas con majestuoso vuelo

cruzaba solitario el puro azul del cielo.

Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,

y una redonda loma cual recamado escudo,

y cárdenos alcores sobre la parda tierra

?harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra?,

las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero

para formar la corva ballesta de un arquero

en torno a Soria. ?Soria es una barbacana,

hacia Aragón, que tiene la torre castellana?.

Veía el horizonte cerrado por colinas

oscuras, coronadas de robles y de encinas;

desnudos peñascales, algún humilde prado

donde el merino pace y el toro, arrodillado

sobre la hierba, rumia; las márgenes de río

lucir sus verdes álamos al claro sol de estío,

y, silenciosamente, lejanos pasajeros,

¡tan diminutos! ?carros, jinetes y arrieros?,

cruzar el largo puente, y bajo las arcadas

de piedra ensombrecerse las aguas plateadas

del Duero.

El Duero cruza el corazón de roble

de Iberia y de Castilla.

¡Oh, tierra triste y noble,

la de los altos llanos y yermos y roquedas,

de campos sin arados, regatos ni arboledas;

decrépitas ciudades, caminos sin mesones,

y atónitos palurdos sin danzas ni canciones

que aún van, abandonando el mortecino hogar,

como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!

Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.

¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada

recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?

Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;

cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.

¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerta

de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.

La madre en otro tiempo fecunda en capitanes,

madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes.

Castilla no es aquella tan generosa un día,

cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,

ufano de su nueva fortuna, y su opulencia,

a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;

o que, tras la aventura que acreditó sus bríos,

pedía la conquista de los inmensos ríos

indianos a la corte, la madre de soldados,

guerreros y adalides que han de tornar, cargados

de plata y oro, a España, en regios galeones,

para la presa cuervos, para la lid leones.

Filósofos nutridos de sopa de convento

contemplan impasibles el amplio firmamento;

y si les llega en sueños, como un rumor distante,

clamor de mercaderes de muelles de Levante,

no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa?

Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.

Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.

El sol va declinando. De la ciudad lejana

me llega un armonioso tañido de campana

?ya irán a su rosario las enlutadas viejas?.

De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;

me miran y se alejan, huyendo, y aparecen

de nuevo, ¡tan curiosas!... Los campos se obscurecen.

Hacia el camino blanco está el mesón abierto

al campo ensombrecido y al pedregal desierto.

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