Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—;
mas recibí la flecha que me asignò Cupido
y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñò el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje
y esté a partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
El poeta traza su vida en cuatro pinceladas. Su padre era administrador en el palacio de las Dueñas, de la Casa de Alba, donde había algunas viviendas alquiladas. En una de ellas nació Antonio Machado. Ya hemos comentado que pertenece a una familia ilustrada: el abuelo era catedrático de zoología y llegó a ser alcalde de Sevilla, y su padre, Antonio Machado y Álvarez, Demófilo, recopiló los Cantes flamencos, que tanto influyeron en la poesía de Antonio y en la de su hermano Manuel, también un gran poeta. Pero todo eso, en el poema, queda reducido a dos versos aparentemente simples, pero llenos de sentido.
El último poema que escribió Antonio Machado, poco antes de morir, decía así: «Estos días azules y este sol de la infancia». El sol de la infancia es la claridad, el huerto claro, el sol de la mañana en un patio de Sevilla. La infancia es luz. Y allí madura el limonero, cuyos frutos brillan con los rayos del sol. El huerto, como el jardín, suele simbolizar en Machado el mundo aparte de la infancia, de los recuerdos, y el limonero es ese símbolo de claridad, de ingenuidad, de pureza, podríamos decir.
El tercer verso resume su juventud en otra localización geográfica que contrasta con la anterior.
de un patio de Sevilla / en tierras de Castilla
Fijaos en las diferencias de sonido que hay entre los dos. Patio de Sevilla nos sugiere bullicio y alegría luminosa. Sin embargo, tierras de Castilla nos remite al duro trabajo en grandes extensiones de secano. Pero Machado no se refiere al relativamente poco tiempo que pasó en Soria, la Castilla de tierras de Castilla, sino en Madrid, que geográficamente era Castilla, pero no, digamos, esa Castilla.
Con algunos casos que recordar no quiero no tiene por qué referirse, o no exclusivamente, al fallecimiento de su esposa, que todavía pudo ver una primera edición de Campos de Castilla, antes de que Machado pidiera una plaza de profesor en Baeza. Se trata de aquellos momentos importantes de la vida, no necesariamente malos, que cuesta trabajo recordar. Para un espíritu melancólico como el de Machado, casi todo los recuerdos importantes tienen algo de tristeza.
Esta primera estrofa se abre y se cierra con el recuerdo: mi infancia son recuerdos / recordar no quiero. Diríamos que los de la infancia son los únicos recuerdos que conservan esa luz, esa alegría. Lo demás es ir viviendo, más que haber vivido.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Mañara es un seductor que aparece, por ejemplo, en uno de los primeros Episodios nacionales de Galdós, La familia de Carlos IV, muy teatral. Y Bradomín es el marqués de Bradomín, «un don Juan feo, católico y sentimental». Es decir, Machado no era ningún donjuán. Lo del torpe aliño indumentario parece que era cierto. Son célebres sus lamparones en el traje. Si estuviésemos en clase os contaría la anécdota del huevo frito.
Sin embargo, el dios del amor también se fijó en él. Es una forma bastante resignada de decir que también se enamoró, como si fuese una fatalidad. Eneas y Dido no se enamoran porque quieran sino porque el dios Cupido les envía una flecha. En todo caso, su amor es hacia cuanto ellas puedan tener de hospitalario. La palabra hospitalario se puede entender de varias formas. Hospitalario puede ser acogedor, pero no solo de viajeros sino también de abandonados, de almas en pena, de gente demasiado sensible.
Si quieres saber más sobre sus grandes amores, Leonor y Guiomar, aquí tienes un artículo que lo resume: https://www.abc.es/estilo/gente/20140222/abci-mujer-machado-201402211723.html
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Los jacobinos son republicanos, defensores de la soberanía popular y de la unidad de la nación. Son el modelo de republicano francés. Estos jacobinos, en su tiempo, eran extremistas defensores del sufragio universal, y por eso Machado habla del manantial sereno, de que su poesía no nace de las ideas radicales sino del agua clara y el lugar tranquilo. El manantial, al contrario que la sangre, nunca deja de manar.
Sin embargo, le queda de jacobino el no ser un hombre al uso, un hombre corriente que hace lo que le mandan, que sabe su doctrina, y vive como se supone que tiene que vivir. Él no es amigo de doctrinas pero es bueno. ¿Cuál es el buen sentido de la palabra bueno? ¿Y el malo? Lo dejo como tema de redacción.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Esta estrofa y las dos siguientes están dedicadas a las ideas estéticas de Antonio Machado. Hay que tener en cuenta que en esta época el modernismo está en plena ebullición, pero los simbolistas, más profundos, no tienen nada que ver con los parnasianos, fríos y hucos ni con el decadentismo fastuoso y cínico. Por eso Machado dice que, pese a que adora la hermosura y a los clásicos (Ronsard es el primer poeta francés del Renacimiento), no es partidario ni del parnasianismo ni del modernismo, que le parece cosmética, es decir, algo superficial. Los afeites son los productos de maquillaje (es el curioso origen de la palabra afeitar). Él tampoco es un pájaro vistoso como los poemas de Rubén Darío, que trina en ese mundo alegre y despreocupado (gay), elegante y vacío. La palabra gay ya salió en clase. Empezó significando alegre, optimista. Friedrich Nietzseche, el filósofo preferido por esta generación, escribió La gaya ciencia, algo así como «el alegre saber».
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
Así que todos esos modernistas parnasianos y decadentes le parecen tenores huecos, musiquilla sin profundidad (coro de grillos) en las que todos hacen lo mismo y cantan a la luna, es decir, dedican poemas a los tópicos de siempre.
Pero aquí Machado establece una diferencia importante, la voz y el eco. La voz es la palabra del individuo, el pensamiento original, lo que la persona tiene que decir. El eco es una copia de lo que otros dijeron. Y Machado solo escucha una voz, que en su poesía se refiere tanto a la voz de su interior como a la voz común, la forma de decir las cosas claras que siempre ha tenido el pueblo.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
La metáfora de la espada insiste en esta idea. El poema es útil, hecho por quien quiere conseguir algo con él, que refleja sus sentimientos y sus convicciones, su orgullo de ciudadano. La mano viril que la blandiera es la del valiente que lucha, con una espada o con unos versos. Lo que no le atrae es que un poema sea bueno solo porque está bien hecho, por el docto oficio.
En el fondo es un problema de cualquier obra de arte: ¿es suficiente con que algo esté perfectamente bien hecho, o se necesita algo más, esa mano viril, algo que sea imperfecto pero humano?
Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Las últimas tres estrofas están dedicadas a su ética personal. ¿Quién es el hombre que siempre va conmigo? Se ha interpretado de diferentes formas, pero lo más sensato es ver en ese hombre a la persona que uno quiere ser y la persona que, pese a lo que hagan y digan los demás, uno es Ese buen amigo, ese otro yo que siempre nos acompaña y en quien encontramos las respuestas que necesitamos y, sobre todo, a querer al ser humano, lo que Machado llama filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Machado defiende al individuo, pero al individuo en sociedad. Escribe para los otros, cumple con sus obligaciones ciudadanas, no debe su vida a nadie más que a sí mismo, y cualquier sitio en el que viva, por pequeño que sea, será su mansión. Es un canto a la independencia, pero también a la solidaridad. No se trata solo de reivindicar quiénes somos, qué individuos somos, sino de saber que tenemos ciertas obligaciones, como todo el mundo.
Cuando llegue el día del último vïaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Este hermoso final vuelve a recordarnos el amor de Machado por la poesía popular: el último viaje, la nave, los hijos de la mar, son lugares comunes, símbolos muy frecuentes en la poesía tradicional. Pero, con ellos, lo que Machado dice es que su vida es él mismo, no lo que tiene ni lo que deja, su paso por el mundo, por el que todos, a fin de cuentas, vamos igual de desnudos. Ni los lujos, ni los cargos, ni los grupos, ni las ideas, nada quedará al final más que nosotros mismos, los que somos, los que hemos querido ser, los que hemos sido.