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Realismo y Naturalismo

Para decir dónde empieza el realismo español contemporáneo, hay que remontarse a algunos pasajes de las novelas de Fernán Caballero, y sobre todo a los autores de las Escenas matritenses y Ayer, hoy y mañana, sin olvidar a Fígaro en sus artículos de costumbres. A pesar de lo mucho que se diferencian el razonable y discreto Mesonero Romanos y el benévolo Flórez del alado, cáustico y nervioso Larra, sus estudios sociales coinciden en cierto templado realismo, salpimentado de sátira. Cuando tanta novela de aquella época pasó para no volver, los escritos ligeros de Fígaro y del Curioso Parlante se conservan en toda su frescura, porque los embalsama la mirra preciosa de la verdad. Acrecienta su interés el ser espejo de las añejas costumbres nacionales que desaparecían y las nuevas que venían a reemplazarlas; en suma, de una completa transformación social.
Pereda es descendiente en línea recta de aquellos donosos, perspicaces y amables costumbristas. Adhirióse francamente a su escuela, pero trasladándola de las ciudades al campo, al corazón de las montañas de Santander. Bizarro adalid tiene en Pereda el realismo hispano: al leer algunas páginas del insigne autor de las Escenas Montañesas, parece que vemos resucitar a Teniers o a Tirso de Molina. Puédese comparar el talento de Pereda a un huerto hermoso, bien regado, bien cultivado, oreado por aromáticas y salubres auras campestres, pero de limitados horizontes: me daré prisa a explicar esto de los horizontes, no sea que alguien lo entienda de un modo ofensivo para el simpático escritor. No sé si con deliberado propósito o porque a ello le obliga el residir donde reside, Pereda se concreta a describir y narrar tipos y costumbres santanderinas, encerrándose así en breve círculo de asuntos y personajes. Descuella como pintor de un país determinado, como poeta bucólico de una campiña siempre igual, y jamás intentó estudiar a fondo los medios civilizados, la vida moderna en las grandes capitales, vida que le es antipática y de la cual abomina; por eso califiqué de limitado el horizonte de Pereda, y por eso cumple declarar que si desde el huerto de Pereda no se descubre extenso panorama, en cambio el sitio es de lo más ameno, fértil y deleitable que se conoce.
(…)
Si Pereda tiene el realismo en la masa de la sangre, no así Galdós. Por cierto fondo humano y cierta sencillez magistral de sus creaciones, por la natural tendencia de su claro entendimiento hacia la verdad, y por la franqueza de su observación, el egregio novelista se halló siempre dispuesto a pasarse al naturalismo con armas y bagajes; pero sus inclinaciones estéticas eran idealistas, y sólo en sus últimas obras ha adoptado el método de la novela moderna y ahondado más y más en el corazón humano, y roto de una vez con lo pintoresco y con los personajes representativos para abrazarse a la tierra que pisamos. Aunque no gusto de citarme a mí misma, he de recordar aquí lo que dije de Galdós, hará sobre tres años, en un estudio no muy breve que consagré a sus obras en la Revista Europea. Desde aquella fecha, mis opiniones literarias se han modificado bastante, y mi criterio estético se formó como se forma el de todo el mundo, por medio de la lectura y de la reflexión; desde entonces me propuse conocer la novela moderna, y no sólo llegó a parecerme el género más comprensivo e importante en la actualidad, y más propio de nuestro siglo, que reemplaza y llena el hueco producido por la muerte de la epopeya, sino el género en que, por altísima prerrogativa, los fueros de la verdad se imponen, la observación desinteresada reina, y la historia positiva de nuestra época ha de quedar escrita con caracteres de oro. No obstante, entonces como hoy Galdós era para mí novelista de primer orden, sol del firmamento literario, porque en él se reúnen las dotes de equilibrio y armonía, abundancia y vigor; porque su estilo, si no cabe en la estrecha y cincelada ánfora de Valera, fluye a oleadas de una urna preciosa; porque posee felicísima inventiva y ese don de la fecundidad, don funesto para los malos escritores y aun para los medianos que propenden a dormitar, prenda de valor inestimable para los grandes artistas. Con una sola novela o con un fragmento de oda, puede ganarse la inmortalidad, es cierto; pero hay algo que cautiva y suspende en la manifestación de la energía creadora de esos escritores y poetas que son ellos solos un mundo, y que dejan en pos de sí larga posteridad de héroes y heroínas; los Shakespeare, los Balzac, los Walter Scott, los Galdós.
Mas lo que desaprobaba entonces en el Galdós de los Episodios, lo que me parecía el lado flaco de su extraordinario talento, era la tendencia docente -en un sentido amplio e histórico, es cierto, pero docente al cabo-, el alegato sistemático contra la España antigua, las paletadas de tierra arrojadas sobre lo que fue; y esta tendencia, que cada vez se iba acentuando más en la magnífica epopeya de los Episodios, hasta declararse explícitamente en la segunda serie, hizo explosión, digámoslo así, en Doña Perfecta, en Gloria, en la Familia de León Roch, novelas trascendentalísimas, de tesis, y hasta simbólicas. Por fortuna, o más bien por el tino que guía al genio, Galdós retrocedió para huir de ese callejón sin salida, y en El Amigo Manso y en La Desheredada comprendió que la novela hoy, más que enseñar o condenar estos o aquellos ideales políticos, ha de tomar nota de la verdad ambiente y realizar con libertad y desembarazo la hermosura. ¡Bien haya el ilustre escritor, bien haya por haber sacudido el yugo de ideas preconcebidas! Sus desposorios con el realismo le preservarán de la tentación de hacerse en sus novelas paladín del libre pensamiento y del sistema constitucional, cosas que yo aquí no juzgo, pero que en los admirables libros de Galdós no hacen falta como espíritu informante.

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