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Un cuento de terror del Padre Feijoo

Jerónimo Feijoo, Cartas eruditas.




Con ocasión de haber enterrado, por error, a un hombre vivo en la villa de Pontevedra, reino de Galicia, se dan algunas luces importantes para evitar en adelante tan funestos errores
     «Señor mío: Con ocasión de la tragedia que acaba de suceder en ese pueblo, se lastima vuestra merced, de que leyendo todo el mundo con gusto mis escritos, en ninguna manera se aprovecha de sus más importantes advertencias. El caso es, sin duda, lamentable. Un vecino de esa villa, que tenía el oficio de escribano, acometido de un accidente repentino, dio consigo en tierra, privado de sentido y movimiento. Después de las comunes pruebas para ver si estaba vivo o no, fue juzgado, muerto y le enterraron, pasadas catorce horas no más después de la invasión del accidente. Al día siguiente se notó que la lápida que le cubría estaba levantada tres o cuatro dedos sobre el nivel del pavimento. Esta novedad dio motivo para descubrir el cadáver, el cual, en efecto, se halló en distinta postura de aquella con que le hablan colocado en el sepulcro; esto es, ladeado un poco y un hombro puesto en amago de forcejar contra el peso que le oprimía, de que se coligió que la imaginada muerte no había sido más que un profundo deliquio, volviendo del cual el paciente, después de sepultado, había hecho el inútil esfuerzo que manifestaba su postura y la elevación de la losa.
     Un sujeto de virtud y letras, que frecuentaba mi celda cuando yo estaba escribiendo el quinto tomo del Teatro y se divertía algunos ratos en la lectura del manuscrito, habiendo en uno de ellos leído el sexto discurso de aquel tomo, encareció su utilidad, diciendo, que cuando yo no hubiese producido al público otra obra que aquel discurso, debería todo el mundo quedarme muy agradecido, y que él sólo bastaba para hacer famosa mi pluma. Yo hice, sin duda, en él todo lo que pude para que no se reiterasen en el mundo los funestos ejemplos de sepultar los hombres vivos, sobre las falsas apariencias, que tal vez engañosamente los representan difuntos; asunto ciertamente utilísimo al linaje humano. Pero los ejemplos se repiten, y la utilidad no se logra, por la inatención del vulgo a mis avisos.
     Digo que se repiten los ejemplos, y no tan pocos como a primera luz puede parecer. No afirmo que sean frecuentes, pero tampoco son extremadamente raros. Prueba de esto es que hablando yo uno de estos días con dos sujetos sobre el asunto de la carta de vuestra merced, los dos refirieron dos tragedias recientes de la misma especie (cada uno una) que habían sucedido en los pueblos donde a la sazón se hallaban. Acaeció la una en la ciudad de Florencia, la otra en esta de Oviedo. En aquélla, un hombre que habían sepultado en bovedilla, en la iglesia de un convento de monjas, dio voces de noche, que oyeron algunas religiosas; pero con timidez y aprehensión propias de su sexo, juzgándolas preternaturales, huyeron del coro medrosas. Comunicada la especie a la mañana a gente más advertida, se abrió la bóveda, y se halló al hombre sepultado, verdaderamente muerto ya, pero con señas claras de que un rabioso despecho le había acelerado la muerte, esto es, mordidas cruelmente las manos, y la cabeza herida de los golpes que había dado contra la bóveda. El caso de Oviedo fue perfectamente semejante al de esa villa. Un mozo caído de alto, habiendo sido juzgado muerto, fue enterrado, y al día siguiente se notó también bastante elevación en la losa. Fue mayor este error, porque los que asistieron al entierro observaron nada alterado el color del rostro, o nada distinto del que tenía en el estado de sanidad. Yo me hallaba entonces en esta ciudad y oí la desgraciada caída del mozo, pero nada de las señas de haber sido enterrado vivo. Refiriómelas un caballero muy veraz, que conocía mucho al mozo y asistió a su entierro.

     No hay lágrimas que basten a llorar dignamente la impericia de los médicos, a quien son consiguientes tales calamidades. Horroriza la tragedia y horroriza la ignorancia que la ocasiona. ¿No están estampados en muchos autores de su facultad muchos de estos casos? ¿No he citado algunos en el expresado discurso? ¿No se halla en algunos de dichos autores el aviso de que en los accidentes de caída de alto, de síncope, de apoplejía, de toda sofocación, o ya histérica, o ya por sumersión, cordel, humo de carbones, vapor de vino, embriaguez, por herida de rayo, inspiración de aura pestilente y otros análogos o semejantes a éstos, que es lo mismo que comprenden todos los accidentes repentinos y casi repentinos, se haga más riguroso examen, y se espere mucho más largo plazo para dar el cuerpo a la tierra? También he citado algunos en el lugar señalado. Nada de esto sirve. La vida temporal y aun la eterna de un hombre, pues una y otra se aventuran en uno de estos lances, son de levísimo momento para muchos médicos. Lo que sobre negocio tan importante previnieron los maestros de la facultad, se estampó para que lo leyese y tuviera presente el padre Feijoo, pero no los profesores. Y ¿no podemos discurrir que tal vez no la ignorancia, sino la codicia, causa este desorden? ¿Será temeridad pensar que uno u otro médico no se detengan en la exacta exploración de si un hombre está vivo o muerto, por no perder entre tanto el estipendio de algunas visitas que sin riesgo pudieran ocurrir? No lo sé.

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