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El derecho a la fiesta


Este pueblo necesita diversiones, pero no espectáculos. No ha menester que el gobierno le divierta, pero sí que le deje divertirse. En los pocos días, en las breves horas que puede destinar a su solaz y recreo, él buscará, él inventará sus entretenimientos; basta que se le dé libertad y protección para disfrutarlos. Un día de fiesta claro y sereno en que pueda libremente pasear, correr, tirar a la barra, jugar a la pelota, al tejuelo, a los bolos, merendar, beber, bailar y triscar por el campo, llenará todos sus deseos y le ofrecerá la diversión y el placer más cumplidos. ¡A tan poca costa se puede divertir a un pueblo, por grande y numeroso que sea!
Sin embargo, ¿cómo es posible que la mayor parte de los pueblos de España no se divierten en manera alguna? Cualquiera que haya corrido nuestras provincias habrá hecho muchas veces esta dolorosa observación. En los días más solemnes, en vez de la alegría y bullicio que debieran anunciar el contento de sus moradores, reina en las calles y plazas una perezosa inacción, un triste silencio, que no se pueden advertir sin admiración ni lástima. Si algunas personas salen de sus casas, no parece sino que el tedio y la ociosidad las echan de ellas y las arrastran al ejido, al humilladero, a la plaza o al pórtico de la iglesia, donde, embozados en sus capas o al arrimo de alguna esquina, o sentados o vagando acá y acullá sin objeto ni propósito determinado, pasan tristemente las horas y las tardes enteras sin espaciarse ni divertirse. Y si a eso se añade la aridez e inmundicia de los lugares, la pobreza y desaliño de sus vecinos, el aire triste y silencioso, la pereza y falta de unión y movimiento que se notan en todas partes, ¿quién será el que no se sorprenda y entristezca a vista de tan raro fenómeno?
No es de este lugar descubrir todas las causas que concurren a producirle; sean las que fueren, se puede asegurar que todas emanarán de las leyes. Pero sin salir de nuestro propósito no podemos callar que una de las más ordinarias y conocidas está en la mala policía de muchos pueblos. El celo indiscreto de no pocos jueces se persuade a que la mayor perfección del gobierno municipal se cifra en la sujeción del pueblo y a que la suma del buen orden consiste en que sus moradores se estremezcan a la voz de la justicia y en que nadie se atreva a moverse ni cespitar al oír su nombre. En consecuencia, cualquiera bulla, cualquiera gresca o algazara recibe el nombre de asonada y alboroto; cualquiera disensión, cualquiera pendencia es objeto de un procedimiento criminal, y trae en pos de sí pesquisas y procesos y prisiones y multas, y todo el séquito de molestias y vejaciones forenses. Bajo tan dura policía el pueblo se acobarda y entristece, y sacrificando su gusto a su seguridad renuncia la diversión pública e inocente, pero sin embargo peligrosa, y prefiere la soledad y la inacción, tristes a la verdad y dolorosas, pero al mismo tiempo seguras.


Gaspar Melchor de Jovellanos, Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas y sobre su origen en España, 1790

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