Ayer, de entre todos los mensajes personales e institucionales que recibí felicitándome por el Día de la Mujer, incluidos algunos de los tipos y tipas más machistas de mi agenda, hubo uno que me emocionó hasta arruinarme el rímel. “Ánimo, señora, siga peleando”, rezaba. Era de la mujer que me ordena la casa, y la vida, desde hace 20 años, que se emperra en llamarme de usted y señora, a pesar de que se lo tengo prohibidísimo y de que ella, mejor que nadie, conoce mis más íntimas miserias a través de mis trapos sucios y las pastillas de mi mesilla de noche. Me conmovió su recado porque, además de constatar que me tiene calada y me ve floja de remos, me puso en mi sitio. Ella, mucho más que yo, sabe lo que es luchar en la vida. Estudiar lo justo para ponerse a trabajar y ayudar en casa. Salir de su país con lo puesto dejando allí a sus padres enfermos. Llegar a España sin conocer el idioma con una dirección en el bolsillo y deslomarse desde el primer día a quitarle la mugre a otros para poner en luz a los suyos. Darse a ella misma por amortizada y poner toda su energía y su ilusión en sus hijos: una niña y un niño que ya empiezan a llevarle la contraria y a no querer volver al país de sus mayores ni de vacaciones.
Como ella, cada día, legiones de mujeres extraordinarias sostienen con el suyo el trabajo de otras sin cosechar brillo ninguno. La mía no ha leído a las feministas de ninguna ola ni tiene la palabra sororidad en su vocabulario, pero vive mis éxitos y fracasos como propios, me consuela cuando me intuye triste y siempre, siempre, me felicita los cumpleaños de mis hijas y los aniversarios de la muerte de mis padres. Ayer, no fue a ninguna manifestación reivindicativa. Se vistió de punta en negro, se onduló la melena azabache, se subrayó los ojos con dos rabillos asimétricos y quedó con unas amigas a merendar y echarse unos bailes. Hoy, 9-M, cuando la oiga abrir la puerta de mi casa y poner la aspiradora a todo trapo mientras yo me emperifollo muerta de miedo para enfrentarme al mundo, le felicitaré el día de la mujer con un abrazo porque para ella, como para todas, es todos los días. Ni Montero ni Calvo ni Pam ni nadie. No conozco a otra más feminista.
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El verano pasado, mi toldo salvó una vida. El chaval de arriba del humildísimo pisito de emigrantes manchegos en Levante de mis abuelos, que ahora usamos los nietos para quitarnos el mono de mar de alicantinos trasplantados a la meseta, se tiró por el balcón a la hora de la siesta, rebotó en nuestra lona y se estampó contra la acera con un chasquido de saco terrero entre el estruendo de las chicharras. Aún tengo grabado en el móvil, y en el alma, el audio de mi hermana contándonos con voz trémula la película casi en directo en el grupo de WhatsApp de la familia. Fue ella, ocupante de turno del pisete de los yayos, quien vio, oyó y sintió el helado aliento de la muerte frente a sus ojos mientras sudaba la gota gorda cargando el coche de sombrillas para la playa. Ella fue quien llamó a la ambulancia y se arrodilló a acompañar al chico malherido hasta que llegaron las asistencias y se lo llevaron a la UVI, porque su petrificada madre bastante tenía con seguir respirando tras bajar las escaleras al galope y que sus ojos vieran lo que nunca quisiera haber visto. Más mudo aún se quedó el toldo, rajado con un siete gigantesco, el número de la suerte. Un milagro, dirán algunos. En absoluto. Pura chiripa.
Lo que vino después sí fue un prodigio. El muchacho, con los huesos rotos y el corazón quebrado, empezó a hablar todo lo que hasta entonces había callado y aún no ha parado. Se sentía distinto, había quienes le hacía la vida imposible y, ciego de dolor y desesperanza, no vio más salida que saltar por encima de la barandilla. Hace nada, bajé al pisito de la playa en un viaje relámpago con la excusa de una boda. Llegué a la hora de la siesta, me crucé con el chaval de arriba, lo saludé, me saludó, nos hicimos ambos los nuevos y, aunque aún no es tiempo de chicharras, se hizo verano de repente. Daba gusto verlo: un chaval en la flor de la vida con los ojos brillantes, una sonrisa de arete a arete y una pluma como para ser jefe de filas de la comparsa más loca de los desfiles de moros y cristianos del barrio. Los huesos le han soldado. El corazón no sé, pero sigue latiendo. Otros suicidas no tienen tanta suerte. En el balcón de mis abuelos ondea, precioso, el toldo nuevo a rayas color crema pagado por el seguro. Para el chico son las del arcoíris.
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Suelo dormirme en el cine y, lo que es peor, en el teatro, al alcance de la vista del reparto. Será la edad, el cansancio, el insomnio, las cargas mentales y de las otras, pero es pillar una sala a oscuras, una butaca cómoda y la perspectiva de pasar dos horas desconectada de mis neuras, y empezar a pesarme los párpados, desnucarme yo sola a cabezazos y quedarme frita en la platea, independientemente de lo trepidante que sea lo que sucede en escena. Al revés, cuanta más acción y más decibelios, más profunda es mi inconsciencia. La gente se desternilla, se acojona o se acongoja con las películas de otros. Yo me las ronco, según me difaman mis acompañantes. No me quejo, al contrario: a veces lo agradezco. En la última, no diré cuál por respeto al trabajo ajeno, me pasé dormida dos horas largas de las tres de metraje, excelente cura de sueño que me compensó de sobra los 10 pavos de la entrada. Solo así, confesando mis antecedentes, puede entenderse lo extraordinario del hecho de que, últimamente, dos historias filmadas me hayan mantenido no solo despierta, sino con el alma en vilo.
Vi gratis Cinco lobitos por trabajo, no por gusto, en el ordenador del curro y, además de tener que ir al baño a llorar varias veces, me pasé el resto del día con el cuerpo y el rímel arrasados al ver pasar a la fuerza a una madre y a su hija de cuidadoras a cuidadas, y viceversa. En As bestas, que disfruté pagando y en pantalla grande, fue el ver, oír y sentir a una hija y a su madre ajustar sus cuentas pendientes a gritos y susurros en la cocina, lo que me puso el estómago en la boca y el corazón en un puño. No entiendo de cine, ni de teatro, pero sé cuándo una historia bien escrita y bien contada, y cuatro actrices en estado de gracia poniéndole carne y sangre y ojos a la maldita ley de vida vuelven del revés a la más hecha y más derecha y más escéptica. Igual respiro por la herida, siendo como soy anticipadora profesional de catástrofes, y estando como estoy en vísperas de comerme un síndrome del nido vacío del tamaño del estadio olímpico chino. Pero, si son madres o hijas, y aunque no lo sean, no se las pierdan. Concluyo, que esta noche tengo estreno de culto. A ver si recupero sueño, que llevo toda la semana sin pegar ojo.