Ayer, de entre todos los mensajes personales e institucionales que recibí felicitándome por el Día de la Mujer, incluidos algunos de los tipos y tipas más machistas de mi agenda, hubo uno que me emocionó hasta arruinarme el rímel. “Ánimo, señora, siga peleando”, rezaba. Era de la mujer que me ordena la casa, y la vida, desde hace 20 años, que se emperra en llamarme de usted y señora, a pesar de que se lo tengo prohibidísimo y de que ella, mejor que nadie, conoce mis más íntimas miserias a través de mis trapos sucios y las pastillas de mi mesilla de noche. Me conmovió su recado porque, además de constatar que me tiene calada y me ve floja de remos, me puso en mi sitio. Ella, mucho más que yo, sabe lo que es luchar en la vida. Estudiar lo justo para ponerse a trabajar y ayudar en casa. Salir de su país con lo puesto dejando allí a sus padres enfermos. Llegar a España sin conocer el idioma con una dirección en el bolsillo y deslomarse desde el primer día a quitarle ...
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