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La colmena


En la acera de enfrente, un niño se desgañitaba a la puerta de una taberna:

Esgraciaíto aquel que come / el pan por manita ajena;
siempre mirando a la cara, / si la ponen mala o buena.

De la taberna le tiran un par de perras y tres o cuatro aceitunas que el niño recoge del suelo, muy de prisa. El niño es vivaracho como un insecto, morenillo, canijo. Va descalzo y con el pecho al aire, y representa tener unos seis años (...)
Al niño que cantaba flamenco le arreó una coz una golfa borracha. El único comentario fue un comentario puritano:
-¡Caray, con las horas de estar bebida! ¿Qué dejará para luego?
El niño no se cayó al suelo, se fue de narices contra la pared. Desde lejos dijo tres o cuatro verdades a la mujer, se palpó la cara y siguió andando (...)
El niño no tiene cara de persona, tiene cara de animal doméstico, de sucia bestia, de pervertida bestia de corral. Son pocos sus años para que el dolor haya marcado aún el navajazo del cinismo –o de la resignación- en su cara, y su cara tiene una bella e ingenua expresión estúpida, una expresión de no entender nada de lo que pasa. Todo lo que pasa es un milagro para el gitanillo, que nació de milagro, que come de milagro, que vive de milagro y que tiene fuerzas para cantar de puro milagro.
Detrás de los días vienen las noches, detrás de las noches vienen los días. El año tiene cuatro estaciones: primavera, verano, otoño, invierno. Hay verdades que se sienten dentro del cuerpo, como el hambre o las ganas de orinar (...)
El gitanillo, a la luz de un farol, cuenta un montón de calderilla. El día no se le dio mal: ha reunido cantando desde la una de la tarde hasta las once de la noche, un duro y sesenta céntimos. Por el duro de calderilla le dan cinco cincuenta en cualquier bar; los bares andan siempre mal de cambios.
El gitanillo cena, siempre que puede, en una taberna que hay por detrás de la calle de Preciados, bajando por la costanilla de los Ángeles; un plato de alubias, pan y un plátano le cuestan tres veinte.
El gitanillo se sienta, llama al mozo, le da las tres veinte y espera a que le sirvan.
Después de cenar sigue cantando, hasta las dos, por la calle de Echegaray, y después procura coger el tope del último tranvía. El gitanillo, creo que ya lo dijimos, debe andar por los seis años (...)
El niño que canta flamenco duerme debajo de un puente, en el camino del cementerio. El niño que canta flamenco vive con algo parecido a una familia gitana, con algo en lo que, cada uno de los miembros que la forman, se las agencia como mejor puede, con una libertad y una autonomía absolutas.
El niño que canta flamenco se moja cuando llueve, se hiela si hace frío, se achicharra en el mes de agosto, mal guarecido a la escasa sombra del puente: es la vieja ley del Dios del Sinaí.
El niño que canta flamenco tiene un pie algo torcido; rodó por un desmonte, le dolió mucho, anduvo cojeando algún tiempo...

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