Por G.
M. de Jovellanos.
No temáis, hijos míos, que para
inclinaros al estudio de las buenas letras trate yo de menguar ni entibiar
vuestro amor a las ciencias. No por cierto; las ciencias serán siempre a mis
ojos el primero, el más digno objeto de vuestra educación; ellas solas pueden
comunicaros el precioso tesoro de verdades que nos ha transmitido la antigüedad,
y disponer vuestros ánimos a adquirir otras nuevas y aumentar más y más este
rico depósito; ellas solas pueden poner término a tantas inútiles disputas y a
tantas absurdas opiniones; y ellas, en fin, disipando la tenebrosa atmósfera de
errores que gira sobre la tierra, pueden difundir algún día aquella plenitud de
luces y conocimientos que realza la nobleza de la humana especie.
Mas no porque las ciencias sean el
primero, deben ser el único objetivo de vuestro estudio; el de las buenas
letras será para vosotros no menos útil, y aun me atrevo a decir no menos
necesario.
Porque ¿qué son las ciencias sin su
auxilio? Si las ciencias esclarecen el espíritu, la literatura le adorna; si
aquéllas le enriquecen, ésta pule y avalora sus tesoros; las ciencias
rectifican el juicio y le dan exactitud y firmeza; la literatura le da discernimiento
y gusto, y la hermosea y perfecciona. Estos oficios son exclusivamente suyos,
porque a su inmensa jurisdicción pertenece cuanto tiene relación con la expresión
de nuestras ideas, y ved aquí la gran línea de demarcación que divide los conocimientos
humanos. Ella nos presenta las ciencias empleadas en adquirir y atesorar ideas,
y la literatura en enunciarlas (...)
Creedme: la exactitud del juicio, el fino
y delicado discernimiento; en una palabra, el buen gusto que inspira este
estudio, es el talento más necesario en el uso de la vida. Lo es no sólo para
hablar y escribir, sino también para oír y leer, y aun me atrevo a decir que
para sentir y pensar.