Descansa
en paz
¿Por
qué volvéis a la memoria mía,
Tristes
recuerdos del placer perdido,
A
aumentar la ansiedad y la agonía
De
este desierto corazón herido?
¡Ay!
que de aquellas horas de alegría
Le
quedó al corazon sólo un gemido,
Y
el llanto que al dolor los ojos niegan
Lágrimas
son de hiel que el alma anegan.
¿Dónde
volaron ¡ay! aquellas horas
De
juventud, de amor y de ventura,
Regaladas
de músicas sonoras,
Adornadas
de luz y de hermosura?
Imágenes
ce oro bullidoras.
Sus
alas de carmín y nieve pura,
Al
sol de mi esperanza desplegando,
Pasaban
¡ay! a mi alredor cantando.
Gorjeaban
los dulces ruiseñores,
El
sol iluminaba mi alegría,
El
aura susurraba entre las flores,
El
bosque mansamente respondía,
Las
fuentes murmuraban sus amores. . .
¡Ilusiones
que llora el alma mía!
¡Oh!
¡cuán süave resonó en mi oído
El
bullicio del mundo y su ruido!
Mi
vida entonces, cual guerrera nave
Que
el puerto deja por la vez primera,
Y
al soplo de los céfiros süave
Orgullosa
despliega su bandera,
Y-al
mar dejando que a sus pies alabe
Su
triunfo en roncos cantos, va velera,
Una
ola tras otra bramadora
Hollando
y dividiendo vencedora.
¡Ay!
en el mar del mundo, en ansia ardiente
De
amor volaba; el sol de la mañana
Llevaba
yo sobre mi tersa frente,
Y
el alma pura de su dicha ufana:
Dentro
de ella el amor, cual rica fuente
Que
entre frescuras y arboledas mana.
Brotaba
entonces abundante río
De
ilusiones y dulce desvarío.
Yo
amaba todo: un noble sentimiento
Exaltaba
mi ánimo, y sentía
En
mi pecho un secreto movimiento,
De
grandes hechos generoso guía:
La
libertad con su inmortal aliento,
Santa
diosa, mi espíritu encendía,
Contino
imaginando en mi fe pura
Sueños
de gloria al mundo y de ventura.
El
puñal de Catón, la adusta frente
Del
noble Bruto, la constancia fiera
Y
el arrojo de Scévola valiente,
La
doctrina de Sócrates severa,
La
voz atronadora y elocuente
Del
orador de Atenas, la bandera
Contra
el tirano Macedonio alzando,
Y
al espantado pueblo arrebatando:
El
valor y la fe del caballero,
Del
trovador el arpa y los cantares,
Del
gótico castillo el altanero
Antiguo
torreón, do sus pesares
Cantó
tal vez con eco lastimero,
¡Ay!
arrancada de sus patrios lares,
Joven
cautiva, al rayo de la luna,
Lamentando
su ausencia y su fortuna:
El
dulce anhelo del amor que aguarda,
Tal
vez inquieto y con mortal recelo;
La
forma bella que cruzó gallarda,
Allá
en la noche, entre medroso velo;
La
ansiada cita que en llegar se tarda
Al
impaciente y amoroso anhelo,
La
mujer y la voz de su dulzura,
Que
inspira al alma celestial ternura:
A
un tiempo mismo en rápida tormenta
Mi
alma alborotada de contino,
Cual
las olas que azota con violenta
Cólera
impetüoso torbellino:
Soñaba
al héroe ya, la plebe atenta
En
mi voz escuchaba su destino;
Ya
al caballero, al trovador soñaba,
Y
de gloria y de amores suspiraba.
Hay
una voz secreta, un dulce canto,
Que
el alma sólo recogida entiende,
Un
sentimiento misterioso y santo,
Que
del barro al espíritu desprende;
Agreste,
vago y solitario encanto
Que
en inefable amor el alma enciende,
Volando
tras la imagen peregrina
El
corazón de su ilusión divina.
Yo,
desterrado en extranjera playa,
Con
los ojos extático seguía
La
nave audaz que en argentada raya
Volaba
al puerto de la patria mía:
Yo,
cuando en Occidente el soy desmaya,
Solo
y perdido en la arboleda umbría,
Oír
pensaba el armonioso acento
De
una mujer, al suspirar del viento.
¡Una
mujer! En el templado rayo
De
la mágica luna se colora,
Del
sol poniente al lánguido desmayo
Lejos
entre las nubes se evapora;
Sobre
las cumbres que florece Mayo
Brilla
fugaz al despuntar la aurora,
Cruza
tal vez por entre el bosque umbrío,
Juega
en las aguas del sereno río.
¡Una
mujer! Deslizase en el cielo
Allá
en la noche desprendida estrella.
Si
aroma el aire recogió en el suelo,
Es
el aroma que le presta ella.
Blanca
es la nube que en callado vuelo
Cruza
la esfera, y que su planta huella.
Y
en la tarde la mar olas le ofrece
De
plata y de zafir, donde se mece.
Mujer
que amor en su ilusión figura,
Mujer
que nada dice a los sentidos,
Ensueño
de suavísima ternura,
Eco
que regaló nuestros oídos;
De
amor la llama generosa y pura,
Los
goces dulces del amor cumplidos,
Que
engalana la rica fantasía,
Goces
que avaro el corazón ansía.
¡Ay!
aquella mujer, tan sólo aquella,
Tanto
delirio a realizar alcanza,
Y
esa mujer tan cándida y tan bella
Es
mentida ilusión de la esperanza:
Es
el alma que vívida destella
Su
luz al mundo cuando en él se lanza,
Y
el mundo con su magia y galanura
Es
espejo no más de su hermosura:
Es
el amor que al mismo amor adora,
El
que creó las Sílfides y Ondinas,
La
sacra ninfa que bordando mora
Debajo
de las aguas cristalinas:
Es
el amor que recordando llora
Las
arboledas del Edén divinas:
Amor
de allí arrancado, allí nacido,
Que
busca en vano aquí su bien perdido.
¡Oh
llama santa! ¡celestial anhelo!
¡Sentimiento
purísimo! ¡memoria
Acaso
triste de un perdido cielo,
Quizá
esperanza de futura gloria!
¡Huyes
y dejas llanto y desconsuelo!
¡Oh
mujer que en imagen ilusoria
Tan
pura, tan feliz, tan placentera,
Brindó
el amor a mi ilusión primera! . . .
¡Oh
Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías,
¡Ah!
¿dónde estáis que no corréis a mares?
¿Por
qué, por qué como en mejores días,
No
consoláis vosotras mis pesares?
¡Oh!
los que no sabéis las agonías
De
un corazón que penas a millares
¡Ah!
desgarraron y que ya no llora,
¡Piedad
tened de mi tormento ahora!
¡Oh
dichosos mil veces, sí, dichosos
Los
que podéis llorar! y ¡ay! sin ventura
De
mí, que entre suspiros angustiosos
Ahogar
me siento en infernal tortura.
¡Retuércese
entre nudos dolorosos
Mi
corazón, gimiendo de amargura!
También
tu corazón, hecho pavesa;
¡Ay!
llegó a no llorar, ¡pobre Teresa!
¿Quién
pensara jamás, Teresa mía,
Que
fuera eterno manantial de llanto,
Tanto
inocente amor, tanta alegría,
Tantas
delicias y delirio tanto?
¿Quién
pensara jamás llegase un día
En
que perdido el celestial encanto
Y
caída la venda de los ojos,
Cuanto
diera placer causara enojos?
Aun
parece, Teresa, que te veo
Aerea
como dorada mariposa,
Ensueño
delicioso del deseo,
Sobre
tallo gentil temprana rosa,
Del
amor venturoso devaneo,
Angélica,
purísima y dichosa,
Y
oigo tu voz dulcísima, y respiro
Tu
aliento perfumado en tu suspiro.
Y
aun miro aquellos ojos que robaron
A
los cielos su azul, y las rosadas
Tintas
sobre la nieve, que envidiaron
Las
de Mayo serenas alboradas:
Y
aquellas horas dulces que pasaron
Tan
breves, ¡ay! como después lloradas,
Horas
de confianza y de delicias,
De
abandono y de amor y de caricias.
Que
así las horas rápidas pasaban,
Y
pasaba a la par nuestra ventura;
Y
nunca nuestras ansias las contaban,
Tú
embriagada en mi amor, yo en tu hermosura.
Las
horas ¡ay! huyendo nos miraban,
Llanto
tal vez vertiendo de ternura;
Que
nuestro amor y juventud veían,
Y
temblaban las horas que vendrían.
Y
llegaron en fin. . . ¡Oh! ¿quién impío
¡Ay!
agostó la flor de tu pureza?
Tú
fuiste un tiempo cristalino río,
Manantial
de purísima limpieza;
Después
torrente de color sombrío,
Rompiendo
entre peñascos y maleza,
Y
estanque, en fin, de aguas corrompidas,
Entre
fétido fango detenidas.
¿Cómo
caíste despeñado al suelo,
Astro
de la mañana luminoso?
Ángel
de luz, ¿quién te arrojó del cielo
A
este valle de lágrimas odioso?
Aun
cercaba tu frente el blanco velo
Del
serafín, y en ondas fulguroso
Rayos
al mundo tu esplendor vertía,
Y
otro cielo el amor te prometía.
Mas
¡ay! que es la mujer ángel caído,
O
mujer nada más y lodo inmundo,
Hermoso
ser para llorar nacido,
O
vivir como autómata en el mundo.
Sí,
que el demonio en el Edén perdido,
Abrasara
con fuego del profundo
La
primera mujer, y ¡ay! aquel fuego
La
herencia ha sido de sus hijos luego.
Brota
en el cielo del amor la fuente,
Que
a fecundar el universo mana,
Y
en la tierra su límpida corriente
Sus
márgenes con flores engalana;
Mas,
¡ay! huid: el corazón ardiente
Que
el agua clara por beber se afana,
Lágrimas
verterá de duelo eterno,
Que
su raudal lo envenenó el infierno.
Huid,
si no queréis que llegue un día
En
que enredado en retorcidos lazos
El
corazón, con bárbara porfía
Luchéis
por arrancároslo a pedazos:
En
que al cielo en histérica agonía
Frenéticos
alcéis entrambos brazos,
Para
en vuestra impotencia maldecirle,
Y
escupiros, tal vez, al escupirle.
Los
años ¡ay! de la ilusión pasaron,
Las
dulces esperanzas que trajeron
Con
sus blancos ensueños se llevaron,
Y
el porvenir de oscuridad vistieron:
Las
rosas del amor se marchitaron,
Las
flores en abrojos convirtieron,
Y
de afán tanto y tan soñada gloria
Sólo
quedó una tumba, una memoria.
¡Pobre
Teresa! ¡Al recordarte siento
Un
pesar tan intenso!. . . Embarga impío
Mi
quebrantada voz mi sentimiento,
Y
suspira tu nombre el labio mío:
Para
allí su carrera el pensamiento,
Hiela
mi corazón punzante frío,
Ante
mis ojos la funesta losa,
Donde
vil polvo tu beldad reposa.
Y
tú feliz, que hallastes en la muerte
Sombra
a que descansar en tu camino,
Cuando
llegabas, mísera, a perderte
Y
era llorar tu único destino:
Cuando
en tu frente la implacable suerte
Grababa
de los réprobos el sino;
Feliz,
la muerte te arrancó del suelo,
Y
otra vez ángel, te volviste al cielo.
Roída
de recuerdos de amargura,
Árido
el corazón, sin ilusiones,
La
delicada flor de tu hermosura
Ajaron
del dolor los aquilones:
Sola,
y envilecida, y sin ventura,
Tu
corazón secaron las pasiones:
Tus
hijos ¡ay! de ti se avergonzaran,
Y
hasta el nombre de madre te negaran.
Los
ojos escaldados de tu llanto,
Tu
rostro cadavérico y hundido;
Único
desahogo en tu quebranto,
El
histérico ¡ay! de tu gemido:
¿Quién,
quién pudiera en infortunio tanto
Envolver
tu desdicha en el olvido,
Disipar
tu dolor y recogerte
En
su seno de paz? ¡Sólo la muerte!
¡Y
tan joven, y ya tan desgraciada!
Espíritu
indomable, alma violenta,
En
ti, mezquina sociedad, lanzada
A
romper tus barreras turbulenta.
Nave
contra las rocas quebrantada,
Allá
vaga, a merced de la tormenta,
En
las olas tal vez náufraga tabla,
Que
sólo ya de sus grandezas habla.
Un
recuerdo de amor que nunca muere
Y
está en mi corazón; un lastimero
Tierno
quejido que en el alma hiere,
Eco
süave de su amor primero:
¡Ay!
de tu luz, en tanto yo viviere,
Quedará
un rayo en mí, blanco lucero,
Que
iluminaste con tu luz querida
La
dorada mañana de mi vida.
Que
yo, como una flor que en la mañana
Abre
su cáliz al naciente día,
¡Ay!
al amor abrí tu alma temprana,
Y
exalté tu inocente fantasía,
Yo
inocente también ¡oh! cuán ufana
Al
porvenir mi mente sonreía,
Y
en alas de mi amor, ¡con cuánto anhelo
Pensé
contigo remontarme al cielo!
Y
alegre, audaz, ansioso, enamorado,
En
tus brazos en lánguido abandono,
De
glorias y deleites rodeado,
Levantar
para ti soñé yo un trono:
Y
allí, tú venturosa y yo a tu lado,
Vencer
del mundo el implacable encono,
Y
en un tiempo, sin horas ni medida,
Ver
como un sueño resbalar la vida.
¡Pobre
Teresa! Cuando ya tus ojos
Áridos
ni una lágrima brotaban;
Cuando
ya su color tus labios rojos
En
cárdenos matices se cambiaban;
Cuando
de tu dolor tristes despojos
La
vida y su ilusión te abandonaban,
Y
consumía lenta calentura
Tu
corazón al par de tu amargura;
Si
en tu penosa y última agonía
Volviste
a lo pasado el pensamiento;
Si
comparaste a tu existencia un día
Tu
triste soledad y tu aislamiento;
Si
arrojó a tu dolor tu fantasía
Tus
hijos ¡ay! en tu postrer momento
A
otra mujer tal vez acariciando,
«Madre»
tal vez a otra mujer llamando;
Si
el cuadro de tus breves glorias viste
Pasar
como fantástica quimera,
Y
si la voz de tu conciencia oíste
Dentro
de ti gritándote severa;
Si,
en fin, entonces tú llorar quisiste
Y
no brotó una lágrima siquiera
Tu
seco corazón, y a Dios llamaste,
Y
no te escuchó Dios, y blasfemaste,
¡Oh!
¡crüel! ¡muy crüel! ¡martirio horrendo!
¡Espantosa
expiación de tu pecado!
Sobre
un lecho de espinas, maldiciendo,
Morir,
el corazón desesperado!
Tus
mismas manos de dolor mordiendo,
Presente
a tu conciencia tu pasado,
Buscando
en vano, con los ojos fijos,
Y
extendiendo tus brazos a tus hijos.
¡Oh!
¡crüel! ¡muy crüel! … ¡Ay! yo entre tanto
Dentro
del pecho mi dolor oculto,
Enjugo
de mis párpados el llanto
Y
doy al mundo el exigido culto:
Yo
escondo con vergüenza mi quebranto,
Mi
propia pena con mi risa insulto,
Y
me divierto en arrancar del pecho
Mi
mismo corazón pedazos hecho.
Gocemos,
sí; la cristalina esfera
Gira
bañada en luz: ¡bella es la vida!
¿Quién
a parar alcanza la carrera
Del
mundo hermoso que al placer convida?
Brilla
ardiente el sol, la primavera
Los
campos pinta en la estación florida:
Truéquese
en risa mi dolor profundo. . .
Que
haya un cadáver más ¿qué importa al mundo?