"Hay en
España tierras sin más variedad que la del color de las estaciones y de la luz
del cielo; no hay en ellas dibujo, no hay accidentes; son como el mar, como el
desierto; sugieren ideas de misticismo, de unidad, de monoteísmo. En primavera,
verde claras; en el verano, verde más oscuras, son del otoño doradas, y en la
época del barbecho, negruzcas o rojas.
Sobre su
extensión monótona vierte el cielo unas veces la luz de un azul uniforme, otra
el resplandor de sus nubes blancas y la claridad cernida de horizonte
encapotado. Toda su variedad proviene del contraste entre el color del suelo y
el color del aire.
La
tierra recorrida por Alvarito no era igual, ni monótona ni uniforme; no
semejaba a un mar de distintas entonaciones, según la luz; era una región
convulsa, violenta, con dibujo caprichoso y siempre distinto; un terreno vario
de forma y de color, verde y gris y con las entrañas teñidas de ocre.
El fondo
del horizonte lo cerraba con frecuencia una línea de montes bajos, largos,
grises; una ola de piedra en la juventud del planeta, que limitó después
seguramente la hondonada de un gran lago.
Al
marchar en su camino, el viajero veía sucederse valles de tierra fértil,
montones con matorrales y con encinas, cerros grises áridos, plomizos, con
vetas amarillas y bermejas y laderas blancas y yesosas.
Tras de
la aridez, tras de los terrenos con aire estéril, como sembrados de sal por alguna
maldición bíblica, tras de las ramblas con juncales y los descampados llenos de
piedras y de espejuelos, con algunos pobres cardos secos, venía la tierra
cultivada y el olivar triste y dramático; t5ras de los montes erosionados en
cárcavas profundas, las huertas a orillas de un arroyo; tras de los cerros
secos e infecundos, los campos cuadriculados, los rectángulos, de un verde
luminoso, del trigo y de la cebada.
Alvarito
recogía con cariño las impresiones de aquella tierra áspera, violenta y cambiante.
Por la mañana, al levantarse y al prepararse para salir de
la aldea, cantaban los gallos en los corrales, sonaba la campana de la primera
misa, corría vientecillo frío y sutil y el sol doraba las piedras del cerro
próximo, como si las pusiera candentes.
Los
labradores salían con arados y yuntas; algunos burros, con sus serones atados a
las rejas, miraban con ojo observador; recuas de mulas aguardaban a la puerta
del mesón, y la diligencia, desmantelada y polvorienta, esperaba en la
plazoleta o en la rinconada a que un mozo le quitara el barro, echándole cubos
de agua.
En las
calles del pueblo sorprendía el aroma de la retama y de la jara, salido de los
hornos de cocer el pan, y el olor de orujo de las alquitaras.
Luego, al
comenzar a marchar por la carretera, si se quería echar una última mirada al
pueblo, se le veía dorado al sol, con la torre de la iglesia triunfadora; los
tejados, las azoteas y las buhardillas, brillantes e incendiadas….
Avanzaba
la mañana; se cruzaba con galeras y con recuas por el camino polvoriento;
rebaños de ovejas blancas y negras se esparcían por el campo.
Al
mediodía, el sol, en el cenit, brillaba con todo su esplendor. Era difícil
encontrar una sombra para descansar. Se comía, se tendía un momento a mirar al
cielo y se experimentaba como la embriaguez del abismo azul. Se sentía sed de
beber el espacio, envidia de las águilas, viajeras solemnes de las alturas.
Cuando
el calor apretaba, el aire parecía vibrar en los contornos de los montes y de
los árboles. Los cuervos pasaban graznando y las urracas volaban y saltaban,
agitando su larga cola.
Por la
tarde, el dorado del campo se acentuaba y las sombras comenzaban a alargarse.
El castillo, en la punta del cerro, amarilleaba; la silueta borrosa del pueblo,
en la falda de una colina, con su espadaña, se esfumaba en la vibración de oro,
tembladora de la luz. Los arroyos de agua medio estancada, blanco-verdosa,
brillaban en alguna presa, y los chopos, con aire de plumeros erizados, otros
torcidos y sin ramas, como grandes látigos, bordeaban sus orillas.
Avanzaba
el día, y el sol iba declinando. El campo, en los cerros pedregosos, parecía de
corcho; la tierra mostraba sus entrañas más sangrientas a la luz de la tarde.
la línea de los motnes lejanos, bajos, largos, grises; la ola de piedra de la
antigua hondonada, límite de un lago en otro tiempo, iba quedando azul.
Los
pastores, harapientos, con sus anguarinas y sus mantas pardas y negras y sus
cayados blancos, aparecían en actitudes inmóviles y reposadas.
Las
lomas grises, pedregosas y áridas, tomaban color de cobre, y sobre el cobre y
el oro viejo de las colinas se destacaban los riscos como castillos ciclópeos,
amarillos y rojos, formados por calizas coloreadas.
El río,
como un espejo, reflejaba el cielo, entre cerros parduzcos, y volvía a aparecer
después de la amarillez del campo.
Al caer
de la tarde, el labrador, arando con sus mulas o con sus bueyes en la soledad,
tomaba aire solemne, y, al destacarse a contraluz, se le veía, como a las yuntas,
gigantesco.
Los
pastores llevaban a beber a sus rebaños a los arroyos, y mientras las ovejas se
desparramaban en la barrancada del río, el pastor y el zagal las vigilaban
inmóviles, en su actitud triste y misteriosa. Luego venía el alargarse las sombras
y la fantasmagoría de los creppúsculos; venía el horizonte de naranja y de
grana; las nubes, incendiadas, como islas de metal fundido; los archipiélagos
de fuego, los peces grises, las ballenas y los dragones.
La luna
llena aparecía sin color en un cielo pálido, azul, con alguna nubecilla
opalescente; otras veces salía enorme por encima de una loma, como una cara
inyectada, y otras se presentaba de improviso en lo alto con aspecto de piedra
helada y rota.
Las
humaredas tenues brotaban de las chimeneas de los pueblos, metidos en las hondonadas,
y estas humaredas flotaban en el aire, se complicaban con la frialdad y con la
negrura de la noche y se convertían en nubes.
Luego
comenzaban a brillar las estrellas. Al acercarse al pueblo en donde se había de
dormir, se amontonaban en confusión los carros y las recuas, los labradores
montados en burros y las mujeres jornaleras, en los caminos, llenos de
barrizales. El viajero sentía la angustia y el temor de entrar en la posada.
“¿Qué me
deparará la suerte?”, se preguntaba.
Dentro
del pueblo, el viento, frío, comenzaba a soplar por las encrucijadas.
En la
calle, pedregosa, pasaban las mujeres, llevando cántaros en la cabeza, riendo y
hablando en voz alta.
La
posada aparecía como un zaguán negro y prolongado por un pasillo también negro.
Los
arrieros iban y venían, llevando el pienso a sus mulas, alumbrándose con un
candil.
Los
domingos, esta llegada al anochecer al pueblo desconocido era más triste aún. Algunas
muchachas, ataviadas de día de fiesta, aparecían en la carretera; en los
corrales jugaba la gente a las cartas; grupos de hombres se amontonaban a las
puertas de las tabernas; algunas parejas paseaban en la plaza; había rumores de
guitarras, gritos en las callejuelas y retumbaban las campanas a cada paso.
Luego,
fuese día de labor o de fiesta, la noche era grave, triste y silenciosa. Corría
un vientecillo helado, y de tiempo en tiempo se repetía el canto melancólico de
los serenos."
Pío Baroja, La nave de
los locos, 1925