Corral de muertos, entre pobres
tapias,
hechas también de barro,
pobre corral donde la hoz no
siega,
sólo una cruz, en el desierto
campo
señala tu destino.
Junto a esas tapias buscan el
amparo
del hostigo del cierzo las ovejas
al pasar trashumantes en rebaño,
y en ellas rompen de la vana
historia,
como las olas, los rumores vanos.
Como un islote en junio,
te ciñe el mar dorado
de las espigas que a la brisa
ondean,
y canta sobre ti la alondra el
canto
de la cosecha.
Cuando baja en la lluvia el cielo
al campo
baja también sobre la santa
hierba
donde la hoz no corta,
de tu rincón, ¡pobre corral de
muertos!,
y sienten en sus huesos el
reclamo
del riego de la vida.
Salvan tus cercas de mampuesto y
barro
las aladas semillas,
o te las llevan con piedad los
pájaros,
y crecen escondidas amapolas,
clavelinas, magarzas, brezos,
cardos,
entre arrumbadas cruces,
no más que de las aves libres
pasto.
Cavan tan sólo en tu maleza
brava,
corral sagrado,
para de un alma que sufrió en el
mundo
sembrar el grano;
luego sobre esa siembra
¡barbecho largo!
Cerca de ti el camino de los
vivos,
no como tú, con tapias, no
cercado,
por donde van y vienen,
ya riendo o llorando,
¡rompiendo con sus risas o sus
lloros
el silencio inmortal de tu
cercado!
Después que lento el sol tomó ya
tierra,
y sube al cielo el páramo
a la hora del recuerdo,
al toque de oraciones y descanso,
la tosca cruz de piedra
de tus tapias de barro
queda, como un guardián que nunca
duerme,
de la campiña el sueño vigilando.
No hay cruz sobre la iglesia de
los vivos,
en torno de la cual duerme el
poblado;
la cruz, cual perro fiel, ampara
el sueño
de los muertos al cielo
acorralados.
¡Y desde el cielo de la noche,
Cristo,
el Pastor Soberano,
con infinitos ojos centelleantes,
recuenta las ovejas del rebaño!
¡Pobre corral de muertos entre
tapias
hechas del mismo barro,
sólo una cruz distingue tu
destino
en la desierta soledad del campo!
Miguel de Unamuno, En un cementerio de lugar castellano
La catedral es fina, frágil y sensitiva. La dañan los
vendavales, las sequedades ardorosas, las lluvias, las nieves. Las piedras
areniscas van deshaciéndose poco a poco; los recios pilares se van desviando;
las goteras aran en los muros huellas hondas y comen la argamasa que une los
sillares. La catedral es una y varía a través de los siglos; aparece distinta
en las diversas horas del día; se nos muestra con distintos aspectos en las
varias estaciones. En los días de espesas nevadas, los nítidos copos cubren los
pináculos, arbotantes, gárgolas, cresterías, florones; se levanta la catedral
entonces, blanca, sobre la ciudad blanca. En los días de lluvia, cuando los
canales de las casas hacen un ruido continuado en las callejas, vemos vagamente
la catedral a través de una cortina de agua. En las noches de luna, desde las
lejanas lomas que rodean la ciudad, divisamos la torre de la catedral
destacándose en el cielo diáfano y claro. Muchos días de verano, en las horas
abrasadoras del mediodía, hemos venido con un libro a los claustros silenciosos
que rodean el patio: el patio con su ciprés y sus rosales.
Azorín, Castilla
Mediaba el mes de julio. Era un
hermoso día.
Yo, solo, por las quiebras del
pedregal subía,
buscando los recodos de sombra,
lentamente.
A trechos me paraba para enjugar
mi frente
y dar algún respiro al pecho
jadeante;
o bien, ahincando el paso, el
cuerpo hacia adelante
y hacia la mano diestra vencido y
apoyado
en un bastón, a guisa de pastoril
cayado,
trepaba por los cerros que
habitan las rapaces
aves de altura, hollando las
hierbas montaraces
de fuerte olor —romero, tomillo,
salvia, espliego—.
Sobre los agrios campos caía un
sol de fuego.
Un buitre de anchas alas con
majestuoso vuelo
cruzaba solitario el puro azul
del cielo.
Yo divisaba, lejos, un monte alto
y agudo,
y una redonda loma cual recamado
escudo,
y cárdenos alcores sobre la parda
tierra
—harapos esparcidos de un viejo
arnés de guerra—,
las serrezuelas calvas por donde
tuerce el Duero
para formar la corva ballesta de
un arquero
en torno a Soria. —Soria es una
barbacana,
hacia Aragón, que tiene la torre
castellana—.
Veía el horizonte cerrado por
colinas
obscuras, coronadas de robles y
de encinas;
desnudos peñascales, algún
humilde prado
donde el merino pace y el toro,
arrodillado
sobre la hierba, rumia; las
márgenes del río
lucir sus verdes álamos al claro
sol de estío,
y, silenciosamente, lejanos
pasajeros,
¡tan diminutos! —carros, jinetes
y arrieros,
cruzar el largo puente, y bajo
las arcadas
de piedra ensombrecerse las aguas
plateadas
del Duero.
El Duero cruza el corazón de
roble
de Iberia y de Castilla.
¡Oh tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y
roquedas,
de campos sin arados, regatos ni
arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin
mesones,
y atónitos palurdos sin danzas ni
canciones
que aun van, abandonando el
mortecino hogar,
como tus largos ríos, Castilla,
hacia la mar!
Castilla miserable, ayer
dominadora,
envuelta en sus andrajos
desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La
sangre derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre
de la espada?
Todo se mueve, fluye, discurre,
corre o gira;
cambian la mar y el monte y el
ojo que los mira.
¿Pasó? Sobre sus campos aun el
fantasma yerra
de un pueblo que ponía a Dios
sobre la guerra.
La madre en otro tiempo fecunda
en capitanes,
madrastra es hoy apenas de
humildes ganapanes.
Castilla no es aquella tan
generosa un día,
cuando Mio Cid Rodrigo el de
Vivar volvía,
ufano de su nueva fortuna, y su
opulencia,
a regalar a Alfonso los huertos
de Valencia;
o que, tras la aventura que
acreditó sus bríos,
pedía la conquista de los
inmensos ríos
indianos a la corte, la madre de
soldados,
guerreros y adalides que han de
tornar, cargados
de plata y oro, a España, en
regios galeones,
para la presa cuervos, para la
lid leones.
Filósofos nutridos de sopa de
convento
contemplan impasibles el amplio
firmamento;
y se les llega en sueños, como un
rumor distante,
clamor de mercaderes de muelles
de Levante,
no acudirán siquiera a preguntar:
¿qué pasa?
Y ya la guerra ha abierto las
puertas de su casa.
Castilla miserable, ayer
dominadora,
envuelta en sus harapos desprecia
cuanto ignora.
El sol va declinando. De la
ciudad lejana
me llega un armonioso tañido de
campana
—ya irán a su rosario las
enlutadas viejas—.
De entre las peñas salen dos
lindas comadrejas;
me miran y se alejan, huyendo, y
aparecen
de nuevo, ¡tan curiosas!... Los
campos se obscurecen.
Hacia el camino blanco está el
mesón abierto
al campo ensombrecido y al
pedregal desierto.
Antonio Machado, Campos de Castilla
Los cerros pedregosos que
contemplaba desde Becedas –que está al pie de una elevada sierra- parecíanme
escombros caídos del cielo y por donde trepaban verdes rebaños, grupos de
encinas y de robles. y en derredor de aquellos picos de Neila y de Gilbuena era
un campo robusto y sonriente. A la hora aquella y en aquel día el paisaje
perdía materialidad pareciendo como un mero revestimiento del espacio. o más
bien que era una pintura, pero más al fresco que al óleo, y de todos modos sin
barnizado, en el que se ve la tela y su trama, el tejido sobre que se había
pintado el cuadro, acaso la túnica misma del Señor, que se entretuvo en
adornarla con aquellos paisajes. Y se veía los brochazos del Señor, se notaba
la huella de su pincel. ¡No era una oleografía, no!
Velaba
al cielo como una brumilla de platino. Diríase que el cielo era un lago, el de
las aguas de arriba de que habla el primer capítulo del Génesis, y que ese lago
tenía reflejos de la tierra sobre laque se redondeaba.
Miguel de Unamuno, Andanzas y visiones españolas.