El libro, nuestro paisaje
FERNANDO SAVATER
El País, 24 de diciembre de 2013
Como hoy toca el último Despierta y lee de este año 2013,
quiero felicitarles la Pascua —¡no hacérsela!— hablando de los libros. Nuestras
culturas han pertenecido a lo que hasta hace medio siglo se llamaba sin
reticencia ni rubor “la civilización del libro”. Es decir, el libro ocupaba el
podio central en la cadena alimentaria del espíritu: por él ante todo se
transmitía el conocimiento, se perpetuaban las consignas morales (incluidas las
críticas a su dogmatismo) y se solazaban las almas. Ahora, su primacía en tales
competencias dista de estar clara. El libro ya no es el soporte privilegiado
que fue indiscutiblemente a partir de la invención de la imprenta. Hoy se ha
hecho en el mejor de los casos electrónico y en el peor pierde su unidad de
contenido y se fragmenta en retazos de los que cualquiera puede apropiarse a
capricho y combinar sin mayores escrúpulos. Quizá los escritores nunca fueron
del todo dueños de las obras que daban a la luz impresa porque se convertían en
libre dominio de sus lectores: pero antes ese dominio se refería a la capacidad
intelectual de interpretación mientras que ahora afecta a la propia integridad
global de la obra, a su forma deliberada como tal y no solo a su sentido.
En efecto, hubo una época en que no había libros impresos
(pero sí autores como Aristóteles o Jorge Manrique), luego lo importante es que
no decaiga la filosofía, la novela o la poesía aunque nos llegue por vía
electrónica. Aun así, no es lo mismo. Algo se pierde, aunque solo sea en el
plano estético. No es lo mismo pasear a caballo que trasladarse en bicicleta, y
mira que los pelmazos le encuentran virtudes sublimes a la bicicleta: yo creo
que la emplean hasta en el pasillo de casa. Tampoco la desatención y
desprotección del libro son buenas señales: ¿por qué esas cadenas privadas de
televisión en manos de empresas que hicieron fortuna vendiendo libros ahora les
rehúyen el mínimo apoyo en su programación? Y los libros van ligados a las
librerías, que no son simples comercios virtuales como Amazon, ni tiendas de
accesorios, sino configuraciones de un paisaje urbano en el que primaba la
imaginación humanista, tan vanguardista como tradicional. Para algunos, entre
quienes me incluyo, más árido sería recorrer una ciudad sin librerías que
deambular por el desierto.
Para
acabar con una ironía sobre el amor libresco en su expresión más tosca y
literal, lean Bibliomanía (Gadir) del adolescente Gustave Flaubert (tenía 15
años cuando escribió el relato y lo ambientó en una Barcelona en la que todo el
mundo lleva nombre italiano) para deplorar sonriendo el triste destino del
buscador de incunables hasta el crimen porque quizá mañana sea el de cualquier
amante del espíritu impreso y encuadernado. Pero sobre todo no olviden que,
como bien dice en uno de sus sabios aforismos Ramón Eder (Relámpagos, Cuadernos
del Vigía), sea en papel o en soporte digital, “leer ciertos libros mejora
nuestra biografía”. Y eso es lo que cuenta… a fin de cuentas.