Calisto encuentra a
Melibea
CALISTO.- En esto
veo, Melibea, la grandeza de Dios.
MELIBEA.- ¿En
qué, Calisto?
CALISTO.- En dar
poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mi inmérito
tanta merced que verte alcanzase, y, en tan conveniente lugar, que mi secreto
dolor manifestarte pudiese. Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en
la visión divina, no gozan más que yo ahora contemplándote.
MELIBEA.- ¿Por
gran premio tienes éste, Calisto?
CALISTO.- Téngolo
por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo la silla sobre sus
santos, no lo tendría por tanta felicidad.
MELIBEA.- Pues
aún más igual galardón te daré yo, si perseveras.
CALISTO.- ¡Oh
bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!
MELIBEA.- Mas
desventuradas de que me acabes de oír. Porque la paga será tan fiera cual
merece tu loco atrevimiento. Y el intento de tus palabras ha sido como de
ingenio de tal hombre como tú. ¡Vete, vete de ahí, torpe!
Celestina capta la
voluntad de Melibea
CELESTINA.- A la
mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga
de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de
lo presente, cuidado triste de lo porvenir, vecina de la muerte, choza sin rama
que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que con poca carga se doblega.
MELIBEA.- ¿Por
qué dices, madre, tanto mal de lo que todo el mundo, con tanta eficacia, gozar
o ver desea?
CELESTINA.-
Desean harto mal para sí, desean harto trabajo. Desean llegar allá porque
llegando viven, y el vivir es dulce, y viviendo envejecen. Así, que el niño
desea ser mozo, y el mozo viejo, y el viejo más, aunque con dolor. Todo por
vivir, porque, como dicen, "viva la gallina con su pepita". Pero
¿quién te podría contar, señora, sus daños, sus inconvenientes, sus fatigas,
sus cuidados, sus enfermedades, su frío, su calor, su descontentamiento, su
rencilla, su pesadumbre; aquel arrugar de cara, aquel mudar de cabellos su
primera y fresca color, aquel poco oír, aquel debilitado ver, puestos los ojos
a la sombra, aquel hundimiento de boca, aquel caer de dientes, aquel carecer de
fuerza, aquel flaco andar, aquel espacioso comer? Pues ¡ay, señora!, si lo
dicho viene acompañado de pobreza, allí verás callar todos los otros trabajos
cuando sobra la gana y falta la provisión, que jamás sentí peor ahíto que de
hambre.
En Dios y en mi alma [Calisto] no tiene hiel; gracias dos
mil; en franqueza, Alexandre; en esfuerzo, Héctor; gesto de un rey, gracioso,
alegre, jamás reina en él tristeza. De noble sangre, como sabes. Gran justador;
pues verlo armado: un San Jorge. fuerza y esfuerzo, no tuvo Hércules tanta. La
presencia y facciones, disposición, desenvoltura, otra lengua había menester
para las contar. Todo junto semeja ángel del cielo. Ahora, señora, tiénele
derribado una sola muela que jamás cesa de quejar.
MELIBEA.- ¿Y qué
tiempo ha?
CELESTINA.- Podrá
ser, señora, de veintitrés años; que aquí está Celestina que lo vio nacer.
MELIBEA.- Ni te
pregunto eso, ni tengo necesidad de saber su edad; sino qué tanto ha que tiene
el mal.
CELESTINA.-
Señora, ocho días. Que parece que ha un año en su flaqueza.
MELIBEA.- ¡Oh,
cuánto me pesa con la falta de mi paciencia! Porque siendo él ignorante y tú
inocente, habéis padecido las alteraciones de mi airada lengua. En pago de tu
sufrimiento, quiero cumplir tu demanda y darte luego mi cordón. Y porque para
escribir la oración no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare,
ven mañana por ella muy secretamente.
Calisto interroga a
Celestina
CALISTO.- Si no quieres,
reina y señora mía, que desespere y vaya mi ánima condenada a perpetua pena
oyendo esas cosas, certifícame brevemente si no hubo buen fin tu demanda
gloriosa, y la cruda y rigurosa muestra de aquel gesto angélico y matador. Pues
todo eso es más señal de odio que de amor.
CELESTINA.- La
mayor gloria que el secreto oficio de la abeja se da, a la cual los discretos
deben imitar, es que todas las cosas por ella tocadas convierte en mejor de lo
que son. De esta manera me he habido con las zahareñas razones y esquivas de
Melibea. Todo su rigor traigo convertido en miel, su ira en mansedumbre, su
aceleramiento en sosiego. Pues ¿a qué piensas que iba allá la vieja Celestina,
a quien tú, demás de tu merecimiento, magníficamente galardonaste, sino a
ablandar su saña, a sufrir su accidente, a ser escudo de tu ausencia, a recibir
en mi manto los golpes, los desvíos, los menosprecios, desdenes, que muestran
aquéllas en los principios de sus requerimientos de amor, para que sea después
en más tenida su dádiva? Que a quien más quieren, peor hablan. Y si así no
fuese, ninguna diferencia habría entre las públicas que aman, a las escondidas
doncellas, si todas dijesen sí a la entrada de su primer requerimiento, en
viendo que de alguno eran amadas. Las cuales, aunque están abrasadas y
encendidas de vivos fuegos de amor, por su honestidad muestran un frío
exterior, un sosegado rostro, un apacible desvío, un constante ánimo y casto
propósito, unas palabras agrias, que la propia lengua se maravilla del gran
sufrimiento suyo, que le hacen forzosamente confesar al contrario de lo que
siente. así que, para que tú descanses y tengas reposo, mientras te contare por
extenso el proceso de mi habla y la causa que tuve para entrar, sabe que el fin
de su razón fue muy bueno.
CALISTO.- Ahora,
señora, que me has dado seguro para que ose esperar todos los rigores de la
respuesta, di cuanto mandares y como quisieres, que yo estaré atento. Ya me
reposa el corazón, ya descansa mi pensamiento, ya reciben las venas y recobran
su perdida sangre, ya he perdido temor, ya tengo alegría. Subamos, si mandas,
arriba. En mi cámara me dirás por extenso lo que aquí he sabido en suma.
CELESTINA.-
Subamos, señor.
PÁRMENO.- (¡Oh,
Santa María! ¡Qué rodeos busca este loco para huir de nosotros, para poder llorar
a su placer con Celestina de gozo, y por descubrirle mil deseos de su liviano y
desvariado apetito, por preguntar y responder seis veces cada cosa, sin que
esté presente quien le pueda decir que es prolijo! Pues te aseguro yo,
desatinado, que tras ti vamos.)
CALISTO.- Mira,
señora, qué hablar trae Pármeno; cómo se viene santiguando de oír lo que has
hecho de tu gran diligencia. Espantado está, por mi fe, señora Celestina. Otra
vez se santigua. Sube, sube, sube, y siéntate, señora, que de rodillas quiero
escuchar tu suave respuesta. Y dime luego: la causa de tu entrada, ¿qué fue?
CELESTINA.-
Vender un poco de hilado, con que tengo cazadas más de treinta de su estado, si
a Dios ha placido, en este mundo, y algunas mayores.
CALISTO.- Eso
será de cuerpo, madre; pero no de gentileza, no de estado, no de gracia y
discreción, no de linaje, no de presunción con merecimiento, no en virtud, no
en habla.
PÁRMENO.- (Ya
discurre eslabones el perdido, ya se desconciertan sus badajadas. Nunca da
menos de doce, siempre está hecho reloj de mediodía. Cuenta, cuenta, Sempronio,
que estás embobado oyéndole a él locuras y a ella mentiras.)
SEMPRONIO.- (¡Oh
maldicente venenoso! ¿Por qué cierras las orejas a lo que todos los del mundo
las aguzan, hecho serpiente que huye la voz del encantador? Que sólo por ser de
amores estas razones, aunque mentiras, las habís de escuchar con gana.)
CELESTINA.- Oye,
señor Calisto, y verás tu dicha y mi solicitud qué obraron. Que, en comenzando
yo a vender y poner en precio mi hilado, fue su madre de Melibea llamada para
que fuese a visitar una hermana suya enferma. Y como le fue necesario
ausentarse, dejó en su lugar a Melibea para...
CALISTO.- ¡Oh
gozo sin par, oh singular oportunidad, oh oportuno tiempo! ¡Oh quién estuviera
allí debajo de tu manto, escuchando qué hablaría sola aquella en quien Dios tan
extremadas gracias puso!
CELESTINA.-
¿Debajo de mi manto dices? ¡Ay mezquina! Que fueras visto por treinta agujeros
que tiene, si Dios no le mejora.
PÁRMENO.-
(Sálgome fuera, Sempronio. Ya no digo nada, escúchatelo todo. Si este perdido
de mi amo no midiese con el pensamiento cuántos pasos hay de aquí a casa de
Melibea, y contemplase en su gesto, y considerase cómo estaría concertado el
hilado, todo el sentido puesto y ocupado en ella, él vería que mis consejos le
eran más saludables que estos engaños de Celestina.)
CALISTO.- ¡Qué es
esto, mozos? Estoy yo escuchando atento, que me va la vida; vosotros susurráis,
como soléis, por hacerme mala obra y enojo. Por mi amor, que calléis; moriréis
de placer con esta señora, según su buena diligencia. Di, señora: ¿qué hiciste
cuando te viste sola?
CELESTINA.-
Recibí, señor, tanta alteración de placer, que cualquiera que me viera me lo
conociera en el rostro.
CALISTO.- Ahora
la recibo yo; cuanto más quien ante sí contemplaba tal imagen. ¿Enmudecerías
con la novedad inesperada?
CELESTINA.- Antes
me dio más osadía a hablar lo que quise verme sola con ella. Abrí mis entrañas,
díjele mi embajada: cómo penabas tanto por una palabra de su boca salida en
favor tuyo para sanar un tan gran dolor. Y como ella estuviese suspensa
mirándome, espantada del nuevo mensaje, escuchando hasta ver quién podía ser el
que así por necesidad de su palabra penaba, o a quien pudiese sanar su lengua,
en nombrando tu nombre atajó mis palabras y se dio en la frente una gran
palmada, como quien cosa de gran espanto hubiese oído, diciendo que cesase mi
habla y me quitase delante, si no quería hacer a sus servidores verdugos de mi
postrimería, agravando mi osadía, llamándome hechicera, alcahueta, vieja falsa,
barbuda, malhechora y otros muchos ignominiosos nombres, con cuyos títulos
asombran a los niños de cuna. Y detrás de esto mil amortecimientos y desmayos,
mil milagros y espantos, turbado el sentido, bulliendo fuertemente los miembros
todos a una parte y a otra, herida de aquella dorada flecha, que del sonido de
tu nombre le tocó, retorciendo el cuerpo, las manos enlazadas, como quien se
despereza, que parecía que las despedazaba, mirando con los ojos a todas
partes, coceando con los pies el suelo duro. Y yo, a todo esto, arrinconada,
encogida, callando, muy gozosa con su ferocidad. Mientras más basqueaba, más yo
me alegraba, porque más cerca estaba el rendirse y su caída. Pero entretanto me
gastaba aquel espumajoso almacén su ira, yo no dejaba mis pensamientos estar
vagos ni ociosos, de manera que tuve tiempo para salvar lo dicho.
CALISTO.- Eso me
di, señora madre. Que yo he revuelto en mi juicio mientras te escucho, y no he
hallado disculpa que buena fuese ni convincente, con que lo dicho se cubriese
ni colorase, sin quedar terrible sospecha de tu demanda. Porque conozca tu
mucho saber, que en todo me pareces más que mujer: que como tu respuesta tú
pronosticaste, proveíste con tiempo tu réplica. ¿Qué más hacía aquella tusca
Adeleta, cuya fama siendo tú viva se perdiera? La cual tres días antes de su
fin pronosticó la muerte de su viejo marido y de los dos hijos que tenía. Ya
creo lo que se dice: que el género flaco de las hembras es más apto para las
prestas cautelas que el de los varones.
CELESTINA.- ¿Qué,
señor? Dije que tu pena era el mal de muelas, y que la palabra que de ella
querría era una oración que ella sabía, muy devota para ellas.
CALISTO.- ¡Oh
maravillosa astucia! ¡Oh singular mujer en su oficio! ¡Oh cautelosa hembra! Oh
medicina presta! ¡Oh discreta en mensajes! ¿Cuál humano seso bastara a pensar
tan alta manera de remedio?
Muerte de Calisto
MELIBEA.- Óyeme
tú, por mi vida, que yo quiero cantar sola.
Papagayos, ruiseñores,
que cantáis al alborada
llevad nueva a mis amores
cómo espero aquí asentada.
La media noche es pasada,
y no viene;
sabed si hay otra amada
que lo detiene.
CALISTO.- Vencido
me tiene el dulzor de tu suave canto; no puede más sufrir tu penado esperar.
¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Cuál mujer podía haber nacida que desprivase tu
gran merecimiento? ¡Oh interrumpida melodía! ¡Oh gozoso rato! ¡Oh corazón mío!
¿Y cómo no pudiste más tiempo sufrir sin interrumpir tu gozo y cumplir el deseo
de entrambos?
MELIBEA.- ¡Oh
sabrosa traición! ¡Oh dulce sobresalto! ¿Es mi señor y mi alma? ¿Es él? No lo
puedo creer. ¿Dónde estabas, luciente sol? ¿Dónde me tenías tu claridad
escondida? ¿Hacía rato que escuchabas? ¿Por qué me dejabas echar palabras sin
seso al aire, con mi ronca voz de cisne? Todo se goza este huerto con tu
venida. Mira la luna, cuán clara se nos muestra; mira las nubes, cómo huyen;
oye la corriente agua de esta fontecica, cuánto más suave murmullo y húmedo
lleva por entre las frescas hierbas. Escucha los altos cipreses, cómo se dan
paz unos ramos con otros, por intercesión de un templadico viento que los mece.
Mira sus quietas sombras cuán oscuras están, y aparejadas para encubrir nuestro
deleite. Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Tornaste loca de placer? Déjamelo, no
me lo despedaces, no le trabajes sus miembros con tus pesados brazos. Déjame
gozar de lo que es mío, no me ocupes mi placer.
CALISTO.- Pues,
señora y gloria mía, si mi vida quieres, no cese tu suave canto. No sea de peor
condición mi presencia, con que te alegras, que mi ausencia, que te fatiga.
SOSIA.- ¿Así,
bellacos, rufianes, veníais a aterrorizar a los que no os temen? Pues yo os
juro que si esperáis, que yo os hiciera ir como merecíais.
CALISTO.- Señora,
Sosia es aquel que da voces. Déjame ir a verlo, no lo maten; que no está sino
un pajecico con él. Dame presto mi capa, que está debajo de ti.
MELIBEA.- ¡Oh
triste de mi ventura! No vayas allá sin tus corazas; tórnate a armar.
CALISTO.- Señora,
lo que no hace espada y capa y corazón, no lo hacen coraza y capacete y
cobardía.
SOSIA.- ¿Aún
tornáis? Esperad; quizá venís por lana.
CALISTO.- Déjame,
por Dios, señora, que puesta está la escala.
MELIBEA.- ¡Oh,
desdichada soy! ¡Y cómo vas, tan recio y con tanta prisa y desarmado, a meterte
entre quien no conoces! Lucrecia, ven presto acá, que es ido Calisto a un
ruido. Echémosle sus corazas por la pared, que se quedan acá.
TRISTÁN.- Tente,
señor, no bajes. Idos son; que no eran sino Traso el cojo y otros bellacos, que
pasaban voceando. Que ya se torna Sosia. Tente, tente, señor, con las manos a
la escala.
CALISTO.- ¡Oh,
válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión!
TRISTÁN.- Llégate
presto, Sosia, que el triste de nuestro amo es caído de la escala, y no habla
ni se bulle.
SOSIA.- ¡Señor,
señor, ¡A esa otra puerta...! ¡Tan muerto es como mi abuela! ¡Oh gran
desventura!
LUCRECIA.-
¡Escucha, escucha! ¡Gran mal es éste!
MELIBEA.- ¿Qué es
esto que oigo, amarga de mí?
TRISTÁN.- ¡Oh mi
señor y mi bien muerto! ¡Oh mi señor despeñado! ¡Oh triste muerte sin
confesión! Coge, Sosia, esos sesos de esos cantos, júntalos con la cabeza del
desdichado amo nuestro. ¡Oh día aciago! ¡Oh arrebatado fin!
MELIBEA.- ¡Oh
desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué puede ser tan áspero acontecimiento como
oigo? Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas paredes, veré mi dolor; si no,
hundiré con alaridos la casa de mi padre. ¡Mi bien y placer, todo es ido en
humo! ¡Mi alegría es perdida! ¡Consumióse mi gloria!
LUCRECIA.-
Tristán, ¿qué dices, mi amor? ¿Qué es eso que lloras tan sin mesura?
TRISTÁN.- ¡Lloro
mi gran mal, lloro mis muchos dolores! Cayó mi señor Calisto de la escala y es
muerto. Su cabeza está en tres partes. Sin confesión pereció. Díselo a la
triste y nueva amiga, que no espere más su penado amador. Toma, tú, Sosia, de
los pies. Llevemos el cuerpo de nuestro querido amo donde no padezca su honra
detrimento, aunque sea muerto en este lugar. Vaya con nosotros llanto, acompáñenos
soledad, síganos desconsuelo, vístanos tristeza, cúbranos luto y dolorosa
jerga.
MELIBEA.- ¡Oh la
más de las tristes triste! ¡Tan poco tiempo poseído el placer, tan presto
venido el dolor!
LUCRECIA.-
Señora, no rasgues tu cara ni meses tus cabellos. ¡Ahora en placer, ahora en
tristeza! ¿Qué planeta hubo que tan presto contrarió su destino? ¡Qué poco
corazón es éste! Levanta, por Dios, no seas hallada por tu padre en tan
sospechoso lugar, que serás sentida. Señora, señora, ¿no me oyes? No te desmayes,
por Dios. Ten esfuerzo para sufrir la pena, pues tuviste osadía para el placer.
MELIBEA.- ¿Oyes
lo que aquellos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares? ¡Rezando llevan
con responso mi bien todo, muerta llevan mi alegría! No es tiempo de yo vivir.
¿Cómo no gocé más del gozo? ¿Cómo tuve en tan poco la gloria que entre mis
manos tuve? ¡Oh ingratos mortales! Jamás conocéis vuestros bienes sino cuando
de ellos carecéis.
Un conjuro a Plutón
CELESTINA.- Dime,
¿está desocupada la casa? ¿Fuese la moza que esperaba al ministro?
ELICIA.- Y aun
después vino otra y se fue.
CELESTINA.- Pues
sube rápido al piso alto y baja acá el bote del aceite de serpiente que
hallarás colgado del pedazo de la soga que traje del campo la otra noche cuando
llovía; y abre el arca de los hilos y hacia la mano derecha hallarás un papel
escrito con sangre de murciélago, debajo de aquella ala de dragón al que
sacamos ayer las uñas. Ten cuidado, no derrames el agua de mayo que me trajeron
a confeccionar.
ELICIA.- Madre,
no está donde dices. Jamás te acuerdas de dónde guardas las cosas.
CELESTINA.- No me
castigues, por Dios, a mi vejez; no me maltrates, Elicia. Entra en la cámara de
los ungüentos y en la pelleja de gato negro donde te mandé meter los ojos de la
loba, lo hallarás; y baja la sangre del macho cabrío y unas poquitas de las
barbas que tú le cortaste.
ELICIA.- Toma,
madre, aquí está.
CELESTINA.-
Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la
corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los
sulfúreos fuegos que los hirvientes volcanes manan, gobernador de los tormentos
y atormentadores de las almas pecadoras, administrador de todas las cosas
negras de los infiernos, con todas sus lagunas y sombras infernales y litigioso
caos. Yo, Celestina, tu más conocida cliente, te conjuro por la virtud y fuerza
de estas bermejas letras, por la sangre de aquella nocturna ave con que están
escritas, por la gravedad de estos nombres y signos que en este papel se
contienen, por el áspero veneno de las víboras de que este aceite fue hecho,
con el cual unto este hilado, a que vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad
y en ello te envuelvas y con ello estés sin irte ni un momento, hasta que
Melibea lo compre y con ello de tal manera quede enredada, que cuanto más lo
mirare, tanto más su corazón se ablande a conceder mi petición, y se lo abras y
lastimes del crudo y fuerte amor de Calisto; tanto que, despedida toda
honestidad, se descubra a mí y me premie mis pasos y mensajes; y esto hecho,
pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con rapidez me tendrás por
capital enemiga; heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras; acusaré
cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu
horrible nombre. Y otra y otra vez te conjuro; y así confiando en mi mucho
poder, parto para allá con mi hilado, donde creo te llevo ya envuelto.